miércoles, 11 de enero de 2012

Fragmento de "El Nombre del Viento" - Patrick Rothfuss


Quizá la mayor facultad que posee nuestra mente sea la capacidad de sobrellevar el dolor. El pensamiento clásico nos enseña las cuatro puertas de la mente, por las que cada uno pasa según sus necesidades.

La primera puerta es la puerta del sueño. El sueño nos ofrece un refugio del mundo y de todo su dolor. El sueño marca el paso del tiempo y nos proporciona distancia de las cosas que nos han hecho daño. Cuando una persona resulta herida, suele perder el conocimiento. Y cuando alguien recibe una noticia traumática, suele desvanecerse o desmayarse. Así es como la mente se protege del dolor: pasando por la primera puerta.

La segunda es la puerta del olvido. Algunas heridas son demasiado profundas para curarse, o para curarse deprisa. Además, muchos recuerdos son dolorosos, y no hay curación posible. El dicho de que "el tiempo lo cura todo" es falso. El tiempo cura la mayoría de las heridas. El resto están escondidas detrás de esa puerta.

La tercera es la puerta de la locura. A veces, la mente recibe un golpe tan brutal que se esconde en la demencia. Puede parecer que eso no sea beneficioso, pero lo es. A veces, la realidad es solo dolor, y para huir de ese dolor, la mente tiene que abandonar la realidad.

La última puerta es la de la muerte. El último recurso. Después de morir, nada puede hacernos daño, o eso nos han enseñado.

Después de que mataran a mi familia, me adentré en el bosque y dormí. El cuerpo me lo exigía, y mi mente utilizó la primera puerta para aliviar el dolor que me embargaba. La herida quedó cubierta hasta que llegara el momento propicio para la curación. Era un mecanismo de defensa; una buena parte de mi mente dejó de funcionar. Se apagó, por así decirlo.

Mientras mi mente dormía, gran parte de los detalles dolorosos del día anterior se escondieron detrás de la segunda puerta.
Empujé esos pensamientos y dejé que acumularan polvo en un rincón de mi mente que utilizaba poco. Soñé.  Poco a poco, la herida dejó de dolerme…

Me alejé de allí tan aprisa como pude. No sabía con certeza de qué huía, a menos que fuera de la gente. Esa era otra lección que había aprendido, quizá demasiado bien: la gente hacía daño.

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