viernes, 13 de enero de 2012

Fragmento de "El Temor de un Hombre Sabio" - Patrick Rothfuss


El momento de contar historias por la noche había sido uno de los pocos en que podíamos sentarnos en grupo sin ponernos a discutir. Pero últimamente, ni siquiera en esas ocasiones nos librábamos de cierta tensión. Es más, los otros empezaban a depender de mí para la diversión nocturna. Con la esperanza de corregir esa tendencia, me pensé muy bien qué historia iba a contarles esa noche.
—Erase una vez un niño que nació en una pequeña aldea. Era perfecto, o eso creía su madre. Pero el niño poseía una peculiaridad: tenía un tornillo de oro en el ombligo del que solo asomaba la cabeza.
»Su madre se alegró mucho de que el niño tuviera todos los dedos de las manos y los pies. Pero cuando creció, el niño se dio cuenta de que no todo el mundo tenía tornillos en el ombligo, y mucho menos de oro. Preguntó a su madre para qué servía, pero ella no lo sabía. Luego se lo preguntó a su padre, pero su padre no lo sabía. Se lo preguntó a sus abuelos, pero ellos tampoco lo sabían.
»E1 niño se resignó, pero al cabo de un tiempo volvió a inquietarle aquel misterio. Al final, cuando fue lo bastante mayor, preparó su hatillo y se marchó de la aldea, con la esperanza de encontrar a alguien que supiera darle una respuesta.
»Fue de un lugar a otro preguntando a todos los que aseguraran saber algo sobre cualquier cosa. Preguntó a comadronas y fisiólogos, pero no tenían ni idea. El chico preguntó a arcanistas, caldereros y ancianos ermitaños que vivían en el bosque, pero nadie había visto nunca nada parecido.
»Fue a preguntar a los mercaderes ceáldimos, pensando que nadie entendía de oro tanto como ellos. Pero los mercaderes ceáldimos no lo sabían. Fue a preguntar a los arcanistas de la Universidad, pensando que nadie entendía de tornillos y su funcionamiento tanto como ellos. Pero los arcanistas no lo sabían. El chico siguió por el camino hasta la sierra de Borrasca y fue a preguntar a las hechiceras del Tahl, pero ninguna supo darle una respuesta.
»Fue a ver al rey de Vint, el rey más rico del mundo. Pero el rey no lo sabía. Fue a ver al emperador de Atur, pero el emperador, pese a todo su poder, no lo sabía. Fue a cada uno de los Pequeños Reinos, uno por uno, pero nadie supo darle ninguna explicación.
»Por último el chico fue a ver al gran rey de Modeg, el más sabio de todos los reyes del mundo. El gran rey examinó minuciosamente la cabeza del tornillo de oro que asomaba del ombligo del chico. Entonces el gran rey hizo una seña y su senescal le llevó una almohada de seda dorada. Sobre esa almohada había una caja de oro. El gran rey cogió una llave de oro que llevaba colgada del cuello, abrió la caja y dentro había un destornillador de oro.»E1 gran rey cogió el destornillador y pidió al chico que se acercara. Temblando de emoción, el chico obedeció. Entonces el gran rey cogió el destornillador de oro y se lo puso al chico en el ombligo.
Hice una pausa para beber un largo trago de agua. Notaba que tenía a mi pequeño público totalmente embelesado.
—Entonces el gran rey hizo girar con cuidado el tornillo de oro. Una vez: nada. Dos veces: nada. Cuando le dio la tercera vuelta, al chico se le cayó el trasero.
Todos se quedaron mirándome en silencio, atónitos.
—¿Qué?—preguntó Hespe, incrédula.
—Se le cayó el trasero —repetí con gesto imperturbable.
Hubo otro largo silencio. Todos me miraban. Se partió un tronco de la hoguera, y una brasa salió despedida hacia arriba.
—¿Y qué pasó? —preguntó por fin Hespe.
—Nada. Ya está. Acaba así.
—¿Qué? —volvió a decir, más alto—. ¿Qué clase de historia es esa?
Iba a contestar cuando Tempi rompió a reír. Y siguió riendo con unas sonoras y violentas carcajadas que lo dejaron sin aliento. Entonces yo también me eché a reír, en parte porque Tempi me contagiaba su risa, y en parte porque siempre la había considerado una historia extraña pero divertida.
Hespe adoptó una expresión peligrosa, como si temiera estar siendo el blanco de las bromas.
—No lo entiendo —dijo Dedan—. ¿Por qué...? —No terminó la frase.
—¿Volvieron a ponerle el trasero al chico? —preguntó Hespe.
—Eso no lo cuenta la historia —dije encogiendo los hombros.
Dedan gesticuló enérgicamente, con expresión de frustración.
—¿Qué sentido tiene?
—Yo creía que solo contábamos historias —dije con cara de inocente.
—¡Historias con un mínimo de coherencia! —dijo Dedan fulminándome con la mirada—. Historias con final. No historias en las que a un chico... —Sacudió la cabeza—. Esto es ridículo. Me voy a dormir. —Se fue a prepararse la cama. Hespe se levantó y se marchó también en otra dirección.
Sonreí, convencido de que ninguno de los dos volvería a insistir para que les contara más historias de las que yo quería contar.
Tempi también se levantó. Al pasar a mi lado, sonrió y me dio un abrazo. Un ciclo atrás, eso me habría sorprendido, pero ahora ya sabía que el contacto físico no era nada infrecuente entre los Adem.
Sin embargo, sí me sorprendió que me abrazara delante de los demás. Le devolví el abrazo lo mejor que pude, y noté que la risa todavía lo estremecía.
—Se le cayó el trasero —dijo en voz baja, y fue a acostarse.
Marten siguió a Tempi con la mirada; luego me lanzó a mí otra, larga y reflexiva.
—¿Dónde oíste esa historia? —me preguntó.
—Me la contó mi padre cuando era pequeño —contesté. Era la verdad.
—Una historia rara para contarle a un niño.
—Es que yo era un niño raro —dije—. Cuando me hice mayor, mi padre me confesó que se inventaba las historias para que me estuviera callado. Yo lo acribillaba a preguntas. No le daba tregua. Mi padre decía que la única forma de hacerme callar era plantearme algún acertijo. Pero yo siempre encontraba la solución, y mi padre se quedó sin acertijos.
Me encogí de hombros y empecé a prepararme la cama.
—Así que mi padre se inventaba historias que parecían acertijos y me preguntaba si entendía lo que significaban. —Sonreí con nostalgia—. Recuerdo que me pasé días y días pensando en aquel chico con el tornillo en el ombligo, tratando de averiguar qué sentido tenía la historia.
—Hacerle eso a un niño es una crueldad —dijo Marten frunciendo el entrecejo.
—¿Qué quieres decir? —pregunté, sorprendido.
—Engañarte para conseguir un poco de paz y tranquilidad. Eso está feo.
Me quedé descolocado.
—Mi padre no lo hacía con mala intención. A mí me gustaba. Así tenía algo en que pensar.
—Pero era absurdo. Era imposible.
—Absurdo no —objeté—. Las preguntas que no podemos contestar son las que más nos enseñan. Nos enseñan a pensar. Si le das a alguien una respuesta, lo único que obtiene es cierta información. Pero si le das una pregunta, él buscará sus propias respuestas.
Extendí mi manta en el suelo y doblé la raída capa del calderero para envolverme en ella.
—Así, cuando encuentre las respuestas, las valorará más. Cuanto más difícil es la pregunta, más difícil la búsqueda. Cuanto más difícil es la búsqueda, más aprendemos. 



Recuerda que todo hombre sabio teme tres cosas: la tormenta en el mar, la noche sin luna y la ira de un hombre amable.

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